Pese a ser el torii (el tradicional arco de entrada a los santuarios sintoístas) uno de los iconos más universales de Japón, el sintoísmo continua siendo una de las religiones que más curiosidad y misterio suscitan; demostrando que pese a que conocemos los símbolos sintoístas, desconocemos por completo su significado y complejidad.
Para comprender ligeramente la espiritualidad japonesa basta con detenerse en la frase popular: Yaoyorozu no kami (八百万の神), literalmente “8 millones de kami”, la cual pretende expresar la infinita cantidad de dioses que el pueblo japonés ha venerado desde antiguo. En ella no se establece un número concreto, simplemente representa una cantidad inabarcable e incompresible que supera y desborda el entendimiento del ser humano.
Esta metáfora de lo incalculable, similar al número 14 de Borges y su encarnación de lo infinito que podemos encontrar en varias de sus obras como: “La casa de Asterión«; sirve como punto de partida para ejemplificar el sincretismo que caracteriza y define el día a día de la espiritualidad nipona.
Tomando esto como base, la sociedad japonesa ha sobresalido siempre por su estrecha relación con la naturaleza, su cuidado y su respeto. Algo comprensible teniendo en cuenta la dureza de su entorno y la historia de veneración, desastres y misticismo a la cual se suscriben.
El lenguaje, como herramienta esencial de la comunicación humana, refleja la forma que tienen sus hablantes de ver el mundo. Para ilustrar la profundidad de la relación que mantiene el pueblo japonés con la naturaleza (自然, “shizen”) basta remitirnos al origen de la palabra:
“En la cultura japonesa, hasta el fin del periodo Tokugawa (1600-1868), no se solía objetivar la «naturaleza» separando los seres humanos de ella. No fue hasta la publicación del Diccionario Holandés-Japonés, titulado Haruma-wage en 1796, cuando la palabra holandesa «natuur» se tradujo a un término específico del japonés «shizen»”
Yoshitsugu
De esta estrecha relación nace el Shintō (神道, literalmente “kami no michi” o el camino de los dioses) una cosmovisión autóctona que engloba una concepción animista y politeísta de su propio universo.
Ríos, árboles, montañas, animales, cielo, tierra, etc. son honrados como morada y encarnación de los dioses o kami; estos se conciben como espíritus nobles y sagrados, a quienes se adora por su omnipotencia y autoridad, los cuales nos rodean. Contándose por miles, puede decirse que existen desde siempre, quedando con ello fuera de los parámetros humanos del bien y del mal.
Del mismo modo, sobre esta tradición religiosa recae la legitimidad y continuidad de la monarquía hereditaria más antigua del mundo, la cual se enlaza directamente con la mitología inicial de las islas.
La figura central sobre la que esta tradición se entronca con la organización social es la del Emperador (天皇 Tennō), revelándose este como sumo sacerdote y descendiente divino de las deidades durante más de 2000 años hasta la invasión estadounidense de 1945.
Por ello, es alrededor de este culto, en torno al que se organizaron hace siglos las comunidades de recolectores que formaron el pueblo de Japón, donde se sitúa el inicio y fundamentación de las representaciones culturales que hoy consideramos distintivas del país (Sumo, Teatro, celebraciones familiares, etc.).
Todo este engranaje de tradición, religiosidad y celebración popular que condiciona y rige el destino de los individuos (incluso de forma subyacente), pervive gracias a los rituales familiares, de vertiente oficial o religiosos que se encargan de rogar por la purificación, apaciguamiento, agradecimiento ,etc. y que se han conservado casi sin variación a través de los siglos.